Ricardo
estaba triste, porque el pájaro que vivía cerca de la playa y a la que todas las mañanas él saludaba desde su ventana, se había roto una ala y no podía volar
hacia el nido, su casa.
Mirando
la distancia entre el suelo y la puerta del nido del pájaro, Ricardo, tuvo una
luminosa idea.
Tomó al pájaro con mucho delicadeza, y le puso con mucha suavidad, una “pomada”, que hacía su abuela, según ella, “curabatodoasupaso”: hecha con amor, pétalos de rosa y árnica, excelente para huesos de todo tipo.
El pájaro "cuelliblanco", que así le llamaba él, se dejaba hacer, su instinto sabio, le decía que aquél humano era bueno, era hermoso.
Una vez puesto el remedió, acercó una escalera larga al árbol y con mucho cuidado fue subiendo hasta la entrada del nido, depositando en su interior al pájaro cuelliblanco.
Ricardo
pasaba horas y horas, mirando desde la ventana de su habitación la puerta del nido en el
árbol, y nada, pero no sólo horas, sino que pasaron, días, 2, 3, 4, hasta una
semana, y nada pasaba.
Oh!,
se sorprendió al ver, cómo el pájaro cuelliblanco movía las alas batiéndolas, para
que las viera, cómo estaban de fuertes, ligeras y sanas.
Cantó el pájaro una
hermosa melodía de agradecimiento y de risa.
Felices,
Ricardo y el pájaro, volaron cada uno a sus destinos!
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